*""EL OCASO DE YAMATO-TAKERU""
El coraje de Yamto-takeru no se correspondió nunca con su caballerosidad en el hogar, pues trató a su esposa con una gran indiferencia. Tanto por su linaje como por su hermosura, la princesa Ototachibana fue una de las grandes mujeres de su época, pero lamentablemente su esposo nunca se percató de esto. Ella aceptó este trato con gran humildad y paciencia, aceptando siempre las continuas humillaciones a que se veía sometida con el único propósito de ganarse el amor de su esposo.
Ototachibana contempló cómo su juventud se perdía al paso de las interminables campañas de su marido y los rayos del sol acabaron haciendo mella en su rostro durante las cien expediciones en las que le acompañó. Aun así una sola palabra o un gesto de ternura le habrían compensado por todo lo que se había visto obligada a dejar por acompañarlo, pero nunca fue el caso. La valentía de Ototachibana fue equiparable a su tristeza y siempre afrontó su situación con una sonrisa.
Incluso cuando, con motivo de una enésima campaña para sofocar un levantamiento, su esposo se enamoró de la princesa Miyazu, Ototachibana optó por disimular sus sentimientos. Lo cierto es que Miyazu tenía todo el encanto juvenil y la hermosura que ella había tenido en su día y la pasión que mostró Yamato-takeru por la princesa destrozó aún más el corazón de Ototachibana, quien ni tan siquiera perdió la sonrisa de su rostro al escuchar cómo su esposo le prometía a su nueva amada regresar para tomarla como segunda esposa. Antes tenía una misión que cumplir y para ello necesitaba la colaboración de Ototachibana.
Cuando llegaron a la costa de Idzu, vieron el estrecho de Kazusa, que tenían que atravesar para alcanzar la tierra de los rebeldes. Los hombres no se sentían cómodos ante la perspectiva de cruzar, pero el príncipe supo insuflarles ánimos diciéndoles que se podían “salvar de un salto”. Avergonzados por su reticencia, los hombres de Yamato-takeru se hicieron a la mar, pero al alejarse de la orilla el espíritu del estrecho se les mostró con toda su fuerza enviándoles una tormenta para castigar la soberbia del príncipe. Las olas, enormes, barrieron la cubierta del barco, el viento sopló con una fuerza desconocida y los truenos retumbaron de modo atronador mientras los relámpagos iluminaban el cielo con sus destellos. Tan sólo un sacrificio humano podría calmar una tempestad de semejante envergadura.
Ante una situación como aquella, Ototachibana no se detuvo a reflexionar que el culpable de aquella tempestad no era otro que su soberbio marido, así como tampoco en los años de continuas humillaciones que había sufrido. No concebía un sacrificio más ilustre, se dijo entonces, que salvar la vida del hombre al que tanto había amado; prefería dar su vida por él que permitir que sufriera rasguño alguno. Por otro lado, había que tener presente la misión que le encomendó el emperador. Con estos pensamientos en la cabeza, la princesa subió a la cubierta dispuesta a ofrecerse al espíritu de la tempestad, cuyas aguas se elevaron hasta llevársela a lo más profundo. Tan pronto como hubo desaparecido, el mar se calmó y Yamato-takeru pudo poner rumbo a la costa de Kazusa.
Pero el príncipe que desembarcó nada tenía que ver con el que había partido de Idzu. Consternado ante el sacrificio de su esposa, se dio cuenta de lo injusto que había sido con ella y se sumió para el resto de su vida en una profunda tristeza por el recuerdo de su mujer. Por fortuna para él, los dioses no tenían previsto concederle mucho tiempo para lamentarse. Al poco de regresar a la corte, el emperador lo envío de nuevo para liberar al pueblo de Omi de los ataques de una serpiente, misión que el gran héroe cumplió sin dificultad dando muerte a la bestia con sus propias manos. Pero la serpiente no era en realidad más que un mero enviado de un demonio mucho más poderoso que cubrió el cielo con una tormenta y envió al príncipe una enfermedad que atacó de lleno su cuerpo. Consciente de que perdía sus fuerzas, Yamato-takeru regresó a la corte para informar al emperador de la que había sido su última misión. Pero nada más cruzar la llanura de Nobo supo que su fin era ya inminente. Su tiempo había pasado, se lamentó con amargura, como el carruaje que apenas se acierta a atrever por la grieta de un muro cuando pasa raudo y veloz, y ya nunca más podría volver a su padre. Al final, Yamato-takeru, el japonés, murió en un paraje desolado después de haber consagrado su vida al servicio de su país, de su emperador y de sus gentes. El emperador, mandó construir en su honor un túmulo en la llanura donde le había sobrevenido la muerte.
Dice la leyenda que al poco de morir Yamato-takeru, su cuerpo sin vida se transformó en una gran ave de color blanco que voló rumbo a donde Yamato había nacido.
*NY 1ºDAN DE AIKIDO
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